Santo Domingo Savio «Dechado de inocencia evangélica» Por Isabel
Orellana Vilches
MADRID, 09 de marzo de 2013 (Zenit.org) - Modelo para la infancia y la
adolescencia, nació en Riva de Chieri, Italia, el 2 de abril de 1842.
Al año siguiente toda la familia se trasladó a las colinas de
Murialdo. El día de su primera comunión, realizada en Castelnuevo en
1849, arrodillado ante el altar, se propuso: 1. Me confesaré muy a
menudo y recibiré la Sagrada Comunión siempre que el confesor me lo
permita. 2. Quiero santificar los días de fiesta. 3. Mis amigos serán
Jesús y María. 4. Antes morir que pecar. Resumen su vida. En 1854
conoció a Don Bosco, su guía y rector hacia el camino de la santidad.
Fue con él a Turín integrándose en el Oratorio. En el dintel de la
puerta de su cuarto, el fundador había colgado esta consigna: «¡Denme
almas, y llévense lo demás!». Después de leerlo, Domingo le dijo: «Don
Bosco, aquí se trata de un negocio, la salvación de las almas. Pues
bien, yo seré la tela y usted será el sastre. Haga de mí un hermoso
traje para el Señor». Sabía que estaba en el lugar en el que cumpliría
su más ferviente anhelo: «¡Yo quiero hacerme santo!», aunque su camino
hacia los altares había comenzado ya con una presencia de Dios
constante en su mente y actos cotidianos de amor. No consentía comer
sí no se rezaba antes. Era el primero en acudir a la iglesia los
domingos. Y si hallaba el templo cerrado, rezaba en el umbral, hincado
de rodillas al margen de las crudas inclemencias meteorológicas que
pudieran darse. Disfrutaba siendo monaguillo y todos podían advertir
su fervor ante al Santísimo; los gestos delataban su estado de
recogimiento, con las manos juntas y los ojos clavados en el sagrario.
Con espíritu de sacrificio, recorría todos los días 18 km. a pie para
ir a la escuela. Hasta su tío, impresionado, le preguntó: «¿No tienes
miedo de ir solo?». Rotundo y cabal, respondió: «Yo no estoy solo; me
acompaña el Ángel de la Guarda». Sufría con solo pensar en una
eventual ofensa a Cristo, y no podía contener sus lágrimas. Buscando
siempre lo más perfecto, y arrepentido de haber hecho novillos en una
ocasión, incitado por sus amigos, buscó la amistad de Jesús y de
María.
En Turín fundó la Compañía de la Inmaculada, llevado por su gran
devoción a María con un grupo de compañeros, y todos se comprometieron
a ayudar a Don Bosco para educar a los muchachos del Oratorio, que
eran de diversa índole y procedencia: ricos y pobres, más pacíficos y
extremadamente violentos. Esos chavales a los que Don Bosco se
dirigía, diciéndoles: «A vosotros, santos…». Mucho le sirvió su arte
para narrar cuentos. El fundador se dio cuenta de que Domingo era
especial. Así lo describió: «Domingo no se ha hecho notorio en los
primeros tiempos del Oratorio por cosa alguna, fuera de su perfecta
docilidad y de una exacta observancia de las reglas de la casa… y una
exactitud en el cumplimiento de sus deberes más allá de la cual no
sería fácil llegar». Sin embargo, no era perfecto, claro está; nadie
lo es. Y en su particular itinerario hacia la santidad, de la mano del
fundador aprendió a templar alguna que otra salida de tono, incitado
por actitudes molestas de algunos compañeros. También consiguió
remontar esos picos emocionales a los que tendía llevado por su
temperamento melancólico. No queriendo sucumbir ante él, porque le
impedía escuchar la voz de Dios, como le había enseñado Don Bosco, se
fue fortaleciendo siendo fiel a las pequeñas cosas de cada día. Fue un
apóstol incansable dentro y fuera del Oratorio. El fundador reconocía
que el pequeño «llevaba más almas al confesionario con sus recreos que
los predicadores con sus sermones». Su bellísima voz, aplaudida por
quienes la escuchaban, le creó cierto desasosiego cuando alabaron sus
cualidades vocales tan excepcionales. Los parabienes desataron en él
gran emoción porque había experimentado interiormente un sentimiento a
favor del halago: «Mientras cantaba, sentía cierta complacencia; ahora
me felicitan...; así pierdo todo el mérito».
Un día se quedó absorto ante la Eucaristía durante siete horas.
Después de buscarlo afanosamente por todos los lugares, Don Bosco lo
halló ante el sagrario, y Domingo le pidió perdón por haber
transgredido las reglas. Le horrorizaba el pecado, sobre todo, el de
impureza. La Virgen le alumbró rescatándole de las malsanas
curiosidades de esas edades de la adolescencia contra las que luchaba
titánicamente consagrándose a la Inmaculada. Algunos años después de
morir, cuando se apareció a Don Bosco en uno de sus famosos sueños, le
preguntó: «Domingo, ¿qué es lo que más te consoló en el momento de tu
muerte?». Y él respondió: «La asistencia de la poderosa y amable Madre
del Salvador». Era firme y dulce a la par. Sentía dolorosas
turbaciones y dudas de conciencia, que le instaban a confesarse cada
tres o cuatro días. Su ansia de penitencias era insaciable porque
quería unirse a los sufrimientos de Jesús en la cruz.
San Juan Bosco le ayudó en esa etapa convulsa de la vida, y no tuvo
problemas en encauzarlo porque en Domingo eran proverbiales su
obediencia, docilidad y generosidad. En la biografía que escribió de
él, el fundador expuso los matices de un camino que hicieron de este
joven el santo que es. Se percibe cómo llegó a realizar este anhelo:
«Yo quiero entregarme todo al Señor. Yo debo y quiero pertenecer todo
al Señor». Caritativo, humilde, devoto de Jesús Sacramentado y de
María, experimentaba también un gran amor por el Santo Padre. Fue
agraciado con numerosos favores místicos. Era de salud delicada, y en
1857 ésta se agravó con una pulmonía. El médico aconsejó que viajara a
Mondonio para reponerse. Al despedirse, intuyendo su pronta muerte, se
dirigió a Don Bosco y a sus compañeros, diciéndoles: «Nos veremos en
el paraíso». Y el 9 de marzo de ese año voló al cielo después de haber
recitado las oraciones que se leían a los agonizantes, y que su padre
rezaba. Sus últimas palabras fueron: «Papá, ya es hora […]. Adiós,
querido papá, adiós. ¡Oh, qué hermosas cosas veo!». Pío XII lo
beatificó el 5 de marzo de 1950, y también lo canonizó el 12 de junio
de 1954.
Orellana Vilches
MADRID, 09 de marzo de 2013 (Zenit.org) - Modelo para la infancia y la
adolescencia, nació en Riva de Chieri, Italia, el 2 de abril de 1842.
Al año siguiente toda la familia se trasladó a las colinas de
Murialdo. El día de su primera comunión, realizada en Castelnuevo en
1849, arrodillado ante el altar, se propuso: 1. Me confesaré muy a
menudo y recibiré la Sagrada Comunión siempre que el confesor me lo
permita. 2. Quiero santificar los días de fiesta. 3. Mis amigos serán
Jesús y María. 4. Antes morir que pecar. Resumen su vida. En 1854
conoció a Don Bosco, su guía y rector hacia el camino de la santidad.
Fue con él a Turín integrándose en el Oratorio. En el dintel de la
puerta de su cuarto, el fundador había colgado esta consigna: «¡Denme
almas, y llévense lo demás!». Después de leerlo, Domingo le dijo: «Don
Bosco, aquí se trata de un negocio, la salvación de las almas. Pues
bien, yo seré la tela y usted será el sastre. Haga de mí un hermoso
traje para el Señor». Sabía que estaba en el lugar en el que cumpliría
su más ferviente anhelo: «¡Yo quiero hacerme santo!», aunque su camino
hacia los altares había comenzado ya con una presencia de Dios
constante en su mente y actos cotidianos de amor. No consentía comer
sí no se rezaba antes. Era el primero en acudir a la iglesia los
domingos. Y si hallaba el templo cerrado, rezaba en el umbral, hincado
de rodillas al margen de las crudas inclemencias meteorológicas que
pudieran darse. Disfrutaba siendo monaguillo y todos podían advertir
su fervor ante al Santísimo; los gestos delataban su estado de
recogimiento, con las manos juntas y los ojos clavados en el sagrario.
Con espíritu de sacrificio, recorría todos los días 18 km. a pie para
ir a la escuela. Hasta su tío, impresionado, le preguntó: «¿No tienes
miedo de ir solo?». Rotundo y cabal, respondió: «Yo no estoy solo; me
acompaña el Ángel de la Guarda». Sufría con solo pensar en una
eventual ofensa a Cristo, y no podía contener sus lágrimas. Buscando
siempre lo más perfecto, y arrepentido de haber hecho novillos en una
ocasión, incitado por sus amigos, buscó la amistad de Jesús y de
María.
En Turín fundó la Compañía de la Inmaculada, llevado por su gran
devoción a María con un grupo de compañeros, y todos se comprometieron
a ayudar a Don Bosco para educar a los muchachos del Oratorio, que
eran de diversa índole y procedencia: ricos y pobres, más pacíficos y
extremadamente violentos. Esos chavales a los que Don Bosco se
dirigía, diciéndoles: «A vosotros, santos…». Mucho le sirvió su arte
para narrar cuentos. El fundador se dio cuenta de que Domingo era
especial. Así lo describió: «Domingo no se ha hecho notorio en los
primeros tiempos del Oratorio por cosa alguna, fuera de su perfecta
docilidad y de una exacta observancia de las reglas de la casa… y una
exactitud en el cumplimiento de sus deberes más allá de la cual no
sería fácil llegar». Sin embargo, no era perfecto, claro está; nadie
lo es. Y en su particular itinerario hacia la santidad, de la mano del
fundador aprendió a templar alguna que otra salida de tono, incitado
por actitudes molestas de algunos compañeros. También consiguió
remontar esos picos emocionales a los que tendía llevado por su
temperamento melancólico. No queriendo sucumbir ante él, porque le
impedía escuchar la voz de Dios, como le había enseñado Don Bosco, se
fue fortaleciendo siendo fiel a las pequeñas cosas de cada día. Fue un
apóstol incansable dentro y fuera del Oratorio. El fundador reconocía
que el pequeño «llevaba más almas al confesionario con sus recreos que
los predicadores con sus sermones». Su bellísima voz, aplaudida por
quienes la escuchaban, le creó cierto desasosiego cuando alabaron sus
cualidades vocales tan excepcionales. Los parabienes desataron en él
gran emoción porque había experimentado interiormente un sentimiento a
favor del halago: «Mientras cantaba, sentía cierta complacencia; ahora
me felicitan...; así pierdo todo el mérito».
Un día se quedó absorto ante la Eucaristía durante siete horas.
Después de buscarlo afanosamente por todos los lugares, Don Bosco lo
halló ante el sagrario, y Domingo le pidió perdón por haber
transgredido las reglas. Le horrorizaba el pecado, sobre todo, el de
impureza. La Virgen le alumbró rescatándole de las malsanas
curiosidades de esas edades de la adolescencia contra las que luchaba
titánicamente consagrándose a la Inmaculada. Algunos años después de
morir, cuando se apareció a Don Bosco en uno de sus famosos sueños, le
preguntó: «Domingo, ¿qué es lo que más te consoló en el momento de tu
muerte?». Y él respondió: «La asistencia de la poderosa y amable Madre
del Salvador». Era firme y dulce a la par. Sentía dolorosas
turbaciones y dudas de conciencia, que le instaban a confesarse cada
tres o cuatro días. Su ansia de penitencias era insaciable porque
quería unirse a los sufrimientos de Jesús en la cruz.
San Juan Bosco le ayudó en esa etapa convulsa de la vida, y no tuvo
problemas en encauzarlo porque en Domingo eran proverbiales su
obediencia, docilidad y generosidad. En la biografía que escribió de
él, el fundador expuso los matices de un camino que hicieron de este
joven el santo que es. Se percibe cómo llegó a realizar este anhelo:
«Yo quiero entregarme todo al Señor. Yo debo y quiero pertenecer todo
al Señor». Caritativo, humilde, devoto de Jesús Sacramentado y de
María, experimentaba también un gran amor por el Santo Padre. Fue
agraciado con numerosos favores místicos. Era de salud delicada, y en
1857 ésta se agravó con una pulmonía. El médico aconsejó que viajara a
Mondonio para reponerse. Al despedirse, intuyendo su pronta muerte, se
dirigió a Don Bosco y a sus compañeros, diciéndoles: «Nos veremos en
el paraíso». Y el 9 de marzo de ese año voló al cielo después de haber
recitado las oraciones que se leían a los agonizantes, y que su padre
rezaba. Sus últimas palabras fueron: «Papá, ya es hora […]. Adiós,
querido papá, adiós. ¡Oh, qué hermosas cosas veo!». Pío XII lo
beatificó el 5 de marzo de 1950, y también lo canonizó el 12 de junio
de 1954.